La pandemia de COVID-19 está muy lejos de haber llegado a su fin. En un informe publicado por el CIFS, uno de nuestros colaboradores de investigación, se explica que deberíamos reconocer que existe una necesidad urgente de gestionar los estragos causados por la pandemia y de tomar decisiones para minimizar los efectos de una segunda o tercera oleada. Es más, debemos prepararnos ante el riesgo de que otras enfermedades, desconocidas a día de hoy, vuelvan a alcanzar el grado de pandemia.
Es indiscutible que contábamos con la tecnología, la experiencia y los conocimientos necesarios para reaccionar ante la pandemia de COVID-19 de manera coordinada, controlada y sin demora. También es innegable que en la mayoría de los países esto no ocurrió con la contundencia debida. El objetivo debe ser, más bien, esperar a que pase esta pandemia y aprovechar al máximo la evolución de la medicina, la tecnología, los “big data”, la genómica, el Internet de las Cosas y la inteligencia artificial.
El escenario de riesgos relacionados con futuros brotes de enfermedades y pandemias, ya sean de origen natural o artificial, exige una nueva normativa y una colaboración interdisciplinaria en el seno de la comunidad científica global. Además, teniendo en cuenta que estos riesgos están en constante evolución, para averiguar cómo coevolucionar con ellos debemos explorar hipótesis extremas y mantener una colaboración institucional global ininterrumpida.
Uno de los descubrimientos más recientes (a finales de mayo de 2020) es que se ha demostrado que el medicamento antivírico Remdesivir reduce considerablemente la mortalidad por COVID-19 si se suministra con suficiente antelación. Si bien no es una cura, este avance podría servir de lección ante la amenaza de la enfermedad.
Mientras tanto, prosiguen las investigaciones para hallar una vacuna y todo dependerá de si logramos encontrarla o no —y, si lo hacemos, de la rapidez con que podamos fabricarla y distribuirla a escala mundial.
Aunque es demasiado pronto para saber cómo se materializarán estos y otros acontecimientos en curso y cuáles serán sus repercusiones, resulta evidente que la erradicación de la enfermedad no nos devolverá al mundo tal y como lo conocíamos. Ahora toca mirar hacia adelante para tratar de reinventar nuestros sistemas y estructuras y aprovechar esta catástrofe como una oportunidad para recapacitar sobre el statu quo.
Igual que existen sistemas de alerta de tsunamis, ya disponemos de sistemas de alerta temprana en caso de epidemias y pandemias. En muchos países y regiones, la razón por la que no se aprovechó todo el potencial de estos sistemas no fue por carecer de la tecnología adecuada sino, en la mayoría de los casos, debido a obstáculos políticos, negligencia intencionada o una implementación insuficiente.
La preparación para una pandemia es como un seguro de salud: nadie espera cobrar nunca por él y es fácil perder de vista el peligro. Para superar los riesgos transnacionales e intergeneracionales se necesitarán soluciones creativas y una voluntad política común. La pandemia actual ha dejado claro que nuestros mecanismos de respuesta existentes se centran principalmente en luchar contra los brotes a nivel nacional, y la mezcolanza de reacciones internacionales de la que hemos sido testigos no bastará cuando se produzca la próxima pandemia, con un mayor riesgo potencial de contagio y/o mortalidad.
La pandemia de COVID-19 ha dejado al descubierto las vulnerabilidades y deficiencias de la salud global, poniendo en jaque a los sistemas sanitarios. No obstante, los profesionales de la salud ahora están comprobando cómo los datos sanitarios pueden marcar una diferencia crucial entre la vida y la muerte, las tecnologías sanitarias digitales se están implantando rápidamente en los sistemas de atención médica existentes para frenar el virus, y la telemedicina ha fructificado por fin y se ha convertido en una herramienta fundamental para salvar vidas. Ha llegado el momento de que las distintas jurisdicciones colaboren con nuevos tipos de datos, de que se utilicen de forma aún más generalizada las tecnologías sanitarias digitales y de facilitar la teleasistencia, la sanidad pública predictiva y una mayor atención preventiva.
Lo que nuestros gobiernos deben hacer ahora es encontrar la manera de llevar esto a la práctica sin dejar que las grandes empresas tecnológicas impongan sus condiciones, o nos disuadan de sus ventajas, mediante el establecimiento de colaboraciones controladas con ellas. Otro tanto debe suceder con los datos de comportamiento y las tecnologías para el rastreo de contactos, como la anunciada cooperación entre Apple y Google.
Cuando se trata de nuestros datos, necesitamos transparencia, trazabilidad, rendición de cuentas, garantías de que se cumplen las normas y que los datos sobre salud no se conviertan en un instrumento en manos de unos pocos.
Aunque se ha abierto un debate legítimo sobre dónde debemos fijar los límites entre la privacidad personal y el seguimiento de los datos sanitarios, la tecnología y los planteamientos ya están ahí.
Ahora lo que precisamos son métodos seguros para implementarlos.
La pandemia ha provocado un nivel de respuesta sin precedentes por parte de los responsables de las políticas económicas de todo el mundo. En el primer trimestre de 2020, gobiernos e instituciones de todo el planeta han realizado más de 1.700 anuncios relativos a políticas económicas relacionadas con la COVID-19. Aunque la mayor parte de la dedicación política en esta fase de experimentación forzosa atiende a la respuesta inmediata a la crisis, algunas naciones están aprovechando este impulso para agilizar políticas que representan derivas más sustanciales y de largo plazo hacia nuevos paradigmas.
Aparte de los paquetes de ayuda y estímulo económicos, la necesidad de descentralizar las estrategias de urbanismo que la pandemia ha puesto de manifiesto puede suponer un impulso esencial hacia la nueva generación de ciudades inteligentes. En otros países y ciudades, se han implantado rápidamente iniciativas que llevaban mucho tiempo en suspenso en los tableros de dibujo teóricos.
España ha sido el primer país de Europa que ha introducido la renta básica universal. En Ámsterdam, las autoridades municipales han adoptado el llamado “modelo dónut” para el crecimiento sostenible, que recoge 12 medidas de bienestar social y 9 indicadores de techos ecológicos. Iniciativas como estas apuntan a la necesidad generalizada de evitar volver a las antiguas formas de pensar y actuar después de la crisis.
Ningún país puede enfrentarse a las pandemias en solitario. No solo porque los recursos sanitarios se ven afectados de manera diferente en los distintos países del mundo, sino porque los conocimientos sobre cómo hacer frente a las secuelas de la pandemia de COVID-19 también estarán dispersos –puede que incluso de tal modo que un país determinado tenga más similitudes con un país de otra región que con sus vecinos limítrofes. Para afrontar el futuro en tanto que sociedad global mejor preparada, necesitamos que se creen alianzas público-privadas con objetivos a largo plazo y que se incluya a las organizaciones de la sociedad civil en las actividades destinadas a mejorar nuestra preparación a nivel local, nacional, regional y mundial.
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